“¡A qué te gano… A qué paso más tiempo sin comer!”- Se decían entre ellos de manera muy inocente Gemita y Josecito, como si eso fuera un juego. No tenían ni la menor idea del peso de la apuesta qué hacían, pues a sacrificios casi mortales de sus padres, nunca habían pasado un día sin comer. Ellos eran hijos de una pareja muy pobre que vivían de recolectar chatarra, plástico o alguna extravagancia en el depósito municipal “La Joyita” de Granada, cercano a un barrio de tan mala muerte conocido como “El Pantanal”.
Don Chema, era la cabeza de la familia, tal vez, el miembro más optimista de una estirpe que de no ser por él, moriría de inanición. Era un buen hombre, muy dedicado a sus hijos, pero con tan mala suerte que su cuerpo demacrado de tez morena, se viese tan escuálido después de pasar los 40 años ¿Su rostro? Sí hubiese visto solamente su rostro fuera del contexto y lugar en el que vivía, lo confundiría con algún militar de alto rango por su corte de pelo bajo y su bigote denso y tupido.
El siempre se esforzaba por rebuscar latas de Coca-Cola, cerveza y demás envases de aluminio, pues si negociaba con los “Dones” que compraban el material, por libra hasta sacaba 5 pesos… Tenía labia Don Chema. Pero ya no llegaban tantos envases, porque otros basureros emigraban a la ciudad, buscando las latas que la gente dejaba en los parques de la Gran Sultana, después de tomar algo.
Su mujer de toda la vida, Doña Angélica, lo conocía hacía más de una decada… Para aquellos tiempos, Doña Angélica era una adolescente, que disfrutaba su corta vida de 15 años dejando de estudiar el 3r curso de secundaria, pues en su casa el dinero no daba para todo, y su dilema era ir a la escuela o comer. Prefirió vivir sin educación, pero con algo en el estomago. Y una de las tardes que Angélica, (que todavía era señorita) acompañó a su padre a la “Joyita”, conoció a José María…
Por común acuerdo, habían decidido emparejarse y vivir juntos. Se amaban igual como la primera vez que travesearon, con la única diferencia que al pasar el tiempo, las costillas eran más táctiles y el pellejero se extendía muchos milímetros más con cada estirón carnal.
Gemita rondaba entonces, por los 8 años. Su melena rizada de color café oscuro, hubiera sido envidiada en los años 70 con la fiebre del disco, pero en la escuelita comunal, nadie le prestaba atención a sus colochos. Cursaba el primer grado de primaria, pero no se sabía las vocales ni los números después del 10. Su piel era morena y estaba chintana porque recientemente, sus dientes de leche se habían caído. Habitualmente, se divertía jugando sola a la casita con una caja de cartón destartalada que según ella, era una mansión de 7 alcobas con garaje, comedor, cocina y demás tugurios imaginarios. Su cuerpo cabía dentro de la caja y todavía le daba espacio para moverse sin muchas complicaciones.
Mientras la niña se revolcaba en el terreno donde estaba la casa de madera amachimbrada de su familia, Josecito, el muchachito que se ensuciaba mágicamente sin jugar con su hermana, sacaba la silla que le servía de cama a alguno de sus progenitores, se sentaba cerca de la calle y contaba cuantas veces pasaba la “Adelita” por El Pantanal. Era un niño tímido, con unos ojos obscuros muy grandes. Tenía el pelo liso, herencia de su padre, pero estaba grasoso y sucio de quien sabe cuanto tiempo de no lavarlo, pues le repugnaba bañarse y disfrutaba inmensamente andar en calzoncillo con los calores de esa época, mientras esperaba la siguiente vuelta del bus.
Una tarde de Abril, que parecía como cualquier otra en la acostumbrada vida de aquella familia pobre, llegó don Chema a su casa, bien sudado por el calor infernal de estos países tropicales y por la jornada maratónica de trabajo que lo había dejado pestilente a basura podrida. Tomó una bocanada de aire y exhalo lo suficientemente fuerte para ser oído:
-Ya los tiempos están malos malos – dijo apesarado, después de un día de trabajo donde apenas pudo conseguir 10 pesos para el sustento familiar – ¿Sobrevivimos con 10 pesos?
Su mujer le contestó sin ánimos de explicar las razones frente a sus hijos – No han comido nada- Señalando a los niños, y continuó –Cómprate en la venta un puñado de sal, un sobre de café, y ahí no más te bajás unos mangos del palo que esta en el camino… Ahí ajustamos a como se pueda vos y yo… ¡Cómo cuesta sobrevivir!
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